miércoles, 21 de octubre de 2009

José Saramago presenta ‘Caín’, irreverente versión de la Biblia

El Nobel portugués José Saramago presentó su más reciente novela "Caín", irreverente versión del mito bíblico homónimo, en la localidad de Penafiel -norte de Portugal-, donde recibió un homenaje a su trayectoria.

"Sin la biblia seríamos otras personas, seguramente mejores", aseveró, en una abarrotada velada de presentación de la obra, el escritor luso, en cuya nueva obra desgrana el mito de Caín desde una óptica nada religiosa que le lleva a cuestionar el papel de Dios.

El único Nobel en lengua portuguesa resaltó la influencia de la biblia en la cultura occidental, a la que califica como "un libro terrible y sombrío", pero a la vez "muy divertido".

"No invento nada (...) Levanto las piedras para el lector vea lo que está por debajo" , apuntó acerca de su trama Saramago, quien resaltó que, a pesar de la crudeza de la historia, conserva "un tono de ironía casi hasta el final".

Dios es un "concepto" que intriga al literato y, a pesar de negar su existencia, reconoce que es un tema que le atrae por el poder que ejerce sobre las personas.

"La religión no sirve para aproximar a las personas, ¿para qué sirve?", se interroga y aclara que no tiene nada en contra de Dios, ya que, para él, "no existe".

Con "Caín", Saramago regresa al tema religioso, en una novela que recuerda a su controvertida "El Evangelio Según Jesucristo" (1991) , que desató la polémica en Portugal, de fuerte tradición católica.

La trama de la obra se basa en varios personajes del Antiguo Testamento, Adán, Eva, Caín y Abel, que ocupan un espacio fundamental en la trama y a los que analiza desde una óptica mordaz.

"Caín es un ejercicio de libertad. Es el asesino de su hermano (Abel) y no tiene remordimiento", afirmó en la presentación el escritor, que criticó el papel divino por no castigar suficientemente el acto de Caín.

Dios tiene "una responsabilidad" en este hecho fatal y "no es de fiar porque no cumple sus promesas", sostuvo.

La Biblia también fue blanco del pensamiento crítico de Saramago: "¿cómo es que personas sencillas de espíritu aceptaron tener en casa algo que debe estar cuidadosamente escondido de las manos de un niño?".

El autor se reconoce sorprendido por las historias de "incesto, violencia y demás horrores" que contiene este libro sagrado, que en religiones como el protestantismo es un texto que se toma como un modelo de comportamiento.

"Es un manual de malas costumbres" , asegura, mientras augura que "Caín" , dado que sólo se atiene al Antiguo Testamento seguido por los judíos levantará menos escándalo que "El Evangelio según Jesucristo" , vetado por el Gobierno portugués de la época para competir por el Premio Europeo de Literatura.

El autor de obras como "El año de la muerte de Ricardo Reis" aconseja pensar fuera de los modelos impuestos y pidió que se invierta en "libertad" y se procure alcanzar "la felicidad".

"Las religiones tienen el poder y los engañados somos nosotros", aseguró.

"Caín", que salió esta semana a la venta en portugués, español y catalán y tanto en Latinoamérica como en la Península Ibérica, ha distribuido en Portugal una primera edición de 50.000 ejemplares, según dijeron a Efe fuentes editoriales.

"Si todo va bien el año que viene habrá otro libro", adelantó el Nobel luso a los muchos seguidores que, entre público e intelectuales participantes en el festival "Escritaria 2009" acudieron a escucharle a Penafiel, a 364 kilómetros al norte de Lisboa.

El certamen ha organizado durante tres días exposiciones, coloquios y exhibiciones de películas relacionadas con Saramago y su obra, entre ellas la proyección de "Blindness" (2008) , adaptación a la gran pantalla del cineasta brasileño Fernando Meirelles a partir de la novela "Ensayo sobre la ceguera" (1995).

En el marco del certamen se concedió a Joao Tordo el premio literario "José Saramago 2009" , una distinción bianual dotada con 25.000 euros (37.200 dólares) destinada a promover la creación literaria en portugués entre autores menores de 35 años.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Las rayas

Las Rayas
No sé de quién fue la culpa. Si de Camilo, por ofrecerme a los treinta y nueve años mi primera raya de coca, o de Ciara, por leer el relato de Quiroga con el ritmo dulce que las pecas de la nariz le transmitían a su voz, para luego, a su manera, no volver más nunca.
Aunque lo más probable es que la culpa no haya sido de nadie o sólo mía o del insomnio, ese túnel que conecta con su luz mortecina todos los vicios y todas las pasiones.
La literatura es sueño y la cocaína es una vigilia dentro de la vigilia. Leer a Quiroga completamente empericado era una mezcla perfecta de inconsciencia y lucidez. El estado ideal, llegué a pensar, para descifrar el único texto que en realidad me interesaba. Ese del que ahora voy a hablar, a pesar de la muerte.
Las rayas es un cuento que empieza con una breve teoría sobre las relaciones entre el lenguaje y la realidad. Incluido en el libro Anaconda, de 1921, Quiroga plantea allí no sólo la soberanía sino la preeminencia de las palabras con respecto a las cosas. Al final de ese primer párrafo se encuentra la frase que se convirtió en obsesión: “Pero algo que yo he visto me ha hecho pensar en el peligro de que dos cosas distintas tengan el mismo nombre”.
La frase, dice el narrador, proviene de un hombre que ha dedicado toda su vida al negocio de la recolección de granos. Es la sentencia que resume la extraña historia de dos empleados que tuvo alguna vez, uno de apellido Figueroa, que llevaba el libro Mayor de cuentas, y otro llamado Tomás Aquino, que llevaba el Diario de las ventas que hacía casa por casa. El recolector de granos cuenta el inexplicable cambio en la personalidad de sus dos empleados y el síntoma en que este se tradujo: la manía de hacer rayas en los cuadernos de trabajo. Esta manía luego se extiende a la propia barraca donde trabajan y a la casona lúgubre en que Figueroa y Aquino viven: las paredes, el techo, las escaleras, la tierra del patio, todo queda sepultado bajo las innumerables rayas de su delirio compartido. Es allí, en el agua fangosa del albañal de la casa, donde el negociante y los vecinos los ven morir, delgados, nerviosos, “como dos rayas negras que se revolvían pesadamente”.
Quiroga sólo brinda una pista fantasmal para entender lo que sucedió. La casona había sido construida por un escribano que había enloquecido y fallecido entre aquellas paredes que luego habitarían Figueroa y Aquino. Quizás porque el narrador arroja este dato como al descuido y no lo retoma, quizás porque lo fantástico le resta terror a la realidad, esta interpretación no me convenció. Preferí, en todo caso, leer Las rayas como la contraparte de Bartleby, el escribiente. Un mismo enigma visto desde la compulsión y la abulia.
Durante un tiempo, lo confieso, también me atrajo la posibilidad de ver allí una autobiografía: Quiroga como un anagrama compuesto de “Figueroa” y “Aquino”. Sin embargo, la hipótesis que más me entusiasmó fue una derivación de la anterior sospecha: más que la propia vida de Quiroga, el relato era una hagiografía. Camilo, que trabaja en el departamento de literaturas clásicas occidentales, me prestó Vidas de los Santos, de Butler, y fue allí donde creí encontrar la solución al problema. Me guié por el índice onomástico, busqué la página 485 y leí el resumen de la vida y los logros de Santo Tomás de Aquino.
Las conexiones me parecieron tan evidentes que rozaban la indiscreción. Fue casi decepcionante saber que en 1880 León XIII declaró a Santo Tomás de Aquino patrono de las universidades, colegios y escuelas. Tal fue la magnitud de su trabajo intelectual. Su obra escrita alcanza (o puede que supere) veinte extensos tomos, de los cuales la ya dilatada Summa theologiae es sólo su parte más conocida. Además de esta inclinación enfebrecida de Santo Tomás por la escritura, que lo colocaría entre los principales escribanos de Dios, me llamó la atención recordar que el narrador de Las rayas, al citar la frase dicha por el recolector de granos, aclare que no se trataba de “un viejo y sutil filósofo versado en escolástica”. La escolástica, cuya principal figura fue, precisamente, Santo Tomás de Aquino.
Por si esto fuese poco, descubro en un pasaje de la infancia del santo una relación subliminal con el título del cuento. Al parecer, Santo Tomás abominaba los rayos (estas cursivas de aire son mías) pues la menor de sus hermanas murió fulminada por uno que cayó en la misma habitación que ocupaba el venerable muchacho. “Se dice”, cuenta Butler, “que tuvo durante toda su vida mucho miedo a las tempestades y que acostumbraba refugiarse en alguna iglesia, cuando caían rayos. De ahí nació la costumbre popular de venerar a Santo Tomás como abogado contra las tempestades y la muerte repentina”. Aunque no entendí cómo la cobardía de un santo pudo transformarse en amuleto, me pareció que tenía en ese episodio la clave de interpretación del relato. A esto también contribuyó la superstición: descubrir que la fecha de Santo Tomás de Aquino en el santoral, el 7 de marzo, coincidía con la de mi cumpleaños.
Mis argumentos se reducían a estas coincidencias, pero eso era lo de menos. En el momento me bastó comprobar que el cuento, por la pura fuerza de su enigma, me había hecho olvidar el objetivo inicial de mi lectura. El texto de Quiroga dejó de ser la brújula que me guiaría hasta Ciara.
Una sensación de tranquilidad, como de párpados que por fin concilian el sueño, se cerró sobre mí. Había dado con el nudo del cuento y ya no pensaba en las pecas de Ciara. Aquella falsa armonía se quebró pocos días después, cuando me desperté a medianoche y no pude volver a dormir. Encendí la lámpara y me tropecé en la mesa de noche con los ojos de Quiroga, con el desconsuelo de esa mirada insomne que seguía abierta en la portada del libro mientras yo descansaba. Tomé el libro y volví a leer Las rayas.
A pesar de que había recorrido con insistencia esas páginas durante una semana, me costó reconocer que se trataba de la misma historia. Era como si la selva de palabras, aplanada durante días por la lectura constante, hubiera recrudecido volviendo a tupir el espacio. Creo que por eso estuve hasta el final de esa madrugada arando una y otra vez el inhóspito terreno, peinando esa parcela como un buey embrutecido.
Como siempre he sido de “sueño ligero” (expresión irresponsable de los que no sufren este infierno inmóvil), no me extrañó que en las noches siguientes se repitiera la ardorosa rutina: despertar poco antes o poco después de la medianoche, buscar el libro de Quiroga y leer Las rayas hasta el amanecer. Al tiempo, no sabría decir cuánto, comenzaron a notarse los estragos de mi labor nocturna. Dos vetas violáceas se estriaban desde mis ojos hacia el resto de la cara. Mis ojeras semejaban la montura de unos lentes cuyos vidrios se hubiesen desgastado en el aire. De esto me di cuenta gracias a los otros profesores, quienes con insólita cortesía (pues siempre me he sentido un extraño en la Facultad) indagaban sobre el estado de mi salud.
Yo apenas noté estos cambios. Estaba demasiado concentrado en mis descubrimientos.
Por un lado tenía la propia anécdota, cuyas posibilidades de interpretación ya comenté y a las que agregué una no menos confusa. En el párrafo final dice el narrador que Figueroa y Aquino “habían llegado a un terrible frenesí de rayar, rayar a toda costa, como si las más íntimas células de sus vidas estuvieran sacudidas por esa obsesión de rayar”. Ese peligroso nombre que unía a dos cosas o a dos seres distintos, ¿sería el de la obsesión? El acto inocuo de escribir en unos libros de cuentas, sumado al perturbador ambiente de una casa donde falleció un escribano enloquecido, ¿podía calar en el alma y en el cuerpo de estos empleados hasta transformar en miles de versos pareados la fibra íntima de sus células? ¿Las rayas de la escritura pueden transformar las rayas de la genética? ¿No es el lenguaje un puente peligroso por donde transitan en ambas direcciones la literatura y la vida? El mismo verbo rayar, palabra capicúa, ¿no sería el símbolo secreto de estas relaciones?
Por otro lado, tenía la frase en sí misma, ese inexplicable peligro de que dos cosas distintas tengan un mismo nombre. En el curso de una de esas noches recordé el misterioso caso de José Antonio Ramos Sucre. En una de las “granizadas” afirmó que el lenguaje no consiente sinónimos pues es individuante como el arte. Poco tardé en asociar esa convicción con el intransferible estilo de su obra. Ramos Sucre confesó en una oportunidad que su español estaba escrito con base en el latín, esa herencia traumática de la erudita niñez. Recordé su célebre renuencia a usar la palabra “que” en sus textos poéticos y narrativos. Pensé en su muerte voluntaria, consumada el día que cumplía 40 años, para escapar del insomnio. Pensé que el insomnio de Ramos Sucre no era producto de una maldición, ni de sus tormentos amorosos o existenciales, ni de la amibiasis que le diagnosticaron en su periplo por Merano y Ginebra. El insomnio de Ramos Sucre era la consecuencia de esta búsqueda de un lenguaje privado. Y todavía lo pienso así. Algún sentido tiene que haber en el hecho de que insomnio y sinónimo tengan las mismas letras. Saquen la cuenta.
Después, en otras noches, cuando ya Manito me proveía la dosis diaria, recordé ejemplos similares donde escritura, obsesión e insomnio se cruzaban. Pensé en Cioran cuya profusa obra, según sus propias palabras, provenía y trataba de acallar su profuso insomnio. Pensé en Funes, el memorioso, a quien le molestaba que el perro de las tres y catorce, visto de perfil, tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto, visto de frente. Borges tenía muy claro el sustrato del poder y de la obsesión de su personaje: no por nada dijo que ese cuento era una larga metáfora del insomnio. Me vino también a la memoria un relato brevísimo de Virgilio Piñera que cuenta la historia de un hombre que padece este mal y que, desesperado ante el fracaso de sus tentativas de sueño, se suicida. El hombre se suicida y descubre, después de muerto, que el insomnio persiste.
Es cierto que la relación con otros escritores, obras y personajes hacía más llevadero el infierno al que Las rayas me tenía sometido. Enumeraba los distintos casos de insomnio en la literatura con el orgullo de un descendiente mediocre que recuerda ilustres antepasados. Pero esta libertad era el inicio de una nueva servidumbre, pues nombrar a estos autores implicaba leerlos. Los leía de una manera furiosa y a la vez distraída, siempre buscando los rastros de algo que a esa altura ni siquiera podía definir.
Por supuesto, todo esto no hubiera sido posible sin una pequeña ayuda de mi amigo. Camilo me presentó a Manito y Manito pasó a ser mi dealer. En vida nunca tuve vicios. Quizás por eso sea conveniente al menos una explicación.
El insomne no es alguien que está despierto, es alguien que no puede dormir. Esa diferencia es delgada como una mirada entreabierta, pero su profundidad podría conducir al mismísimo centro de la tierra. Necesitaba vencer el insomnio. Sólo que, a contracorriente de todos los insomnes que he conocido, yo no buscaba el sueño. Yo quería terminar de despertar.
Nunca creí que un profesor tan serio como Camilo pudiera estar tan dañado. Todo empezó una tarde en que coincidimos en el cafetín de la Facultad después de clases.
-¿Te sirvió el libro? –me preguntó.
-¿Cuál libro?
-El de Butler.
En ese instante recordé que él me lo había prestado.
-Sí, bastante –le dije sin mucho énfasis-. La semana que viene te lo devuelvo.
-No hay apuro. ¿Y en qué estás trabajando?
-Una tontería. Sólo quería comprobar algo en un cuento de Quiroga.
-¿Cuál?
-Las rayas –dije casi a regañadientes.
-¿Cuál es ese?
-Uno no muy conocido. Muy extraño, en realidad. Es la historia de dos escribanos que se vuelven locos y no hacen otra cosa que rayar todo lo que encuentran.
-Ya. Sí, bastante raro. Como todo Quiroga, en realidad. Ahora entiendo lo de Butler: Santo Tomás de Aquino, la escolástica y todo eso –dijo, impasible, como si hablara del clima.
Yo me quedé frío. Sugirió que fuésemos a la facultad de Arquitectura pues allí podríamos sentarnos. Lo seguí, obediente, sin saber si debía sentir irritación, agradecimiento o miedo.
Conversamos toda la tarde sobre libros y también, pero sólo un poco, sobre nuestras vidas. Acotaciones marginales que alumbraban por segundos espacios vacíos cercados por la oscuridad. Hacia las ocho de la noche le mostré el libro. Camilo observó con mucho interés mi intervención en el cuento de Quiroga. Le gustó la sensación, me dijo, de que ese texto tan breve pareciera más vasto por estar subrayado de esa manera.
En el transcurso de aquellas noches de lectura yo había subrayado partes del cuento que me parecían importantes. Para el momento de mi encuentro con Camilo todo en Las rayas era importante, de modo que apenas quedaban algunas pocas palabras sin subrayar, como islas vírgenes, en medio de aquella profusión de líneas rectas y colores. Armado con una regla y con mis marcadores de punta fina, tuve el cuidado de subrayar con trazo perfecto y color distinto las intuiciones de cada día. Por supuesto, hubo ocasiones en que dos párrafos sucesivos, uno azul y otro rojo, por ejemplo, revelaban la existencia de un tercer párrafo aún más sugerente, conformado por el final del primero y el principio del segundo. Un párrafo morado que era la síntesis perfecta de los dos anteriores.
Camilo no prestó mayor atención a la cuestión de los colores. Me hizo notar, en cambio, que mi sistema de subrayado era invariablemente musical.
-Sí –dijo –Fíjate que todos los párrafos que subrayas siempre tienen cinco renglones. Son como pentagramas.
Un ligero temblor me ganó el rostro.
-No tienes por qué preocuparte. Cuentan que Macedonio Fernández acostumbraba rasgar durante horas una guitarra, con idénticos y sencillos acordes, pues creía que de ese modo se podía descifrar el enigma del universo. Tú estás haciendo lo mismo pero con un cuento.
-Sí, por supuesto –le dije, como si en efecto continuara hablando de la insólita temporada de lluvias que azotaba a Caracas en aquel mes de enero.
Camilo observó su reloj.
-Es tarde –dijo –Vamos a mi casa.
-¿Para qué?
-Vamos –dijo –Quiero mostrarte algo.
Camilo vive en Colinas de Bello Monte, cerca de la universidad. El trayecto se hizo largo. Quizás por la lluvia, o por el silencio que guardábamos, o por no saber qué demonios estaba haciendo ahí. Él insistió en que fuésemos en su carro y que dejara el mío en el estacionamiento de la Biblioteca Central. En ese momento lo miré y en lugar de decir algo sensato, me quedé callado y pensé que Camilo se parecía a Nicholas Cage. Luego traté de averiguar por qué había pensado semejante estupidez. Volví a mirar a Camilo mientras conducía, sus ojos claros y su semblante desgastado: un vitral a punto de quebrarse. Sí, me dije, se parecía a Nicholas Cage en Leaving Las Vegas.
Cuando llegamos a su apartamento todo se dio con bastante fluidez. Sacó una botella de whisky y puso un disco de Johnny Cash. Eso me calmó, como si Johnny Cash fuese el santo protector contra cualquier mariconada. Eso y la foto conyugal que vi en la entrada.
-Cocaine blues –dijo Camilo, tocándose el oído con el dedo índice, al tiempo que sacaba de no sé dónde dos bolsas pequeñas y apretujadas como dientes de ajo. Después entendí que ese torcido acto de magia lo practicaba todos los días con o sin público.
Me senté en un sofá y apenas comenzaba a paladear el trago cuando, con una emoción que le desbordaba el rostro, me señaló la pared que estaba justo a mis espaldas. Antes de voltear, deposité mi vaso en la mesa baja con calculada lentitud. Observé hacia el balcón y vi que había escampado. Entonces volteé.
La diana ocupaba el centro de la pared y a su alrededor vi numerosos puntos negros que semejaban insectos aplastados. A los pocos segundos comprendí que aquello era una constelación de desaciertos. Impresionaba la cantidad de agujeros que crecían en órbitas más gruesas a medida que se alejaban del núcleo de corcho.
-¿Qué dice tu esposa de todo esto, Camilo?
-No dice nada. Eva se marchó.
-¿Por esto? –le pregunté, con un gesto ambiguo que abarcaba la pared y las bolsitas en la mesa.
-Ya no sé si empecé con esto porque ella me dejó, o si ella me dejó porque empecé con esto –respondió con una sonrisa franca.
Me entregó tres dardos y empezamos a jugar. Al principio nos esforzábamos por acertar en el círculo negro. A medida que la botella de whisky fue mermando, los tiros se hicieron más erráticos describiendo saetas borrachas que en ocasiones iban a parar en los agujeros de la pared. Le comenté a Camilo la extraña euforia que me producía acertar en aquellos agujeros. Camilo sonrió.
-Recuerda lo que dice Pascal: el Universo es una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. Fallar –agregó Camilo, con un dardo en la mano -es más estimulante y más hermoso que dar en el blanco, porque te obliga a inventar el túnel que secretamente conecta todas las cosas.
El problema no era que Camilo se hubiese puesto místico. El problema era que yo entendía todo lo que estaba diciendo y me sentía igual.
Cuando se acabó el whisky, Camilo abrió las bolsitas, hundió la punta de una tarjeta de crédito y sacó una montañita blanca. Me pasó con cuidado la tarjeta y sin pensarlo dos veces aspiré. Nos tumbamos en el sofá que estaba en frente de la pared. Estuvimos hasta el comienzo de la mañana aspirando, conversando frenéticamente, sin parar. Todas las ideas posibles surgían de aquella maqueta del universo.
A las 7 de la mañana fuimos al estacionamiento de la Biblioteca Central a buscar mi carro. Intercambiamos números y nos despedimos.
Nadie se mete su primer pase de coca a los treinta y nueve años sin pagar un precio. El mío fue estar al borde de un ataque de pánico. Llegué a mi casa completamente agotado y no pude dormir. Yo no sabía que esto era normal. Sólo pensaba que al insomnio de las últimas semanas había sumado dos ingredientes muy desagradables: la paranoia y un asqueroso sabor a ajo. Al mediodía ambos elementos se unieron: gasté un tubo entero de pasta dental tratando de quitarme los pedazos de ajo que sentía incrustados en los dientes. Desesperado, con las encías rotas, llamé a Camilo.
-Si el niño quiere lanzarse a la piscina –me dijo –no hay que construirle una cerca. Hay que enseñarle a nadar.
-¿De qué hablas?
-Me visto y salgo. Nos vemos en la entrada de Faces. Voy a presentarte a Manito.
La Universidad Central de Venezuela siempre ha sido un país a escala: es su talón de Aquiles y su epicentro. Las facultades son reproducciones similares de los sectores de la sociedad. Camilo sabía que en la Facultad de Humanidades y Educación, mejor conocida como “Fumanidades”, no teníamos nada que buscar. Por eso me propuso vernos en la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales, Faces, conocida en los bajos fondos como “Pases”. Lo de los bajos fondos resultó ser literal. Después de saludarme, Camilo me llevó a los sótanos de la Facultad. Allí, que yo supiera, sólo operaban unas cuantas máquinas para fotocopiar. De resto, sólo se podía ver grupos de estudiantes y de personas inciertas que jugaban partidas de ajedrez. Siempre me intrigó la tensión que allí generaba un juego por naturaleza sereno y silencioso. Grupos de personas rodeaban cada mesa y pegaban alaridos con cada movida.
Camilo preguntó por Manito y le dijeron que estaba en el baño. A los cinco minutos apareció un hombre delgado, bajito, blanco y de ojos claros. Parecía una versión reducida del propio Camilo: su futura ceniza. Al encontrarnos nos presentaron y me tendió la mano izquierda. Fue entonces, al mirar la derecha, que comprendí: el dealer tenía una mano muerta que le colgaba y bailaba al más mínimo movimiento de su cuerpo.
Manito temblaba y miraba con avidez hacia todos lados. Contraviniendo las reglas esenciales del negocio, Manito era un dealer que consumía. Sin embargo, para no malversar su patrimonio iba todas las tardes a los sótanos de Faces a jugar ajedrez. Entonces me explicó que allí las partidas duraban, a lo sumo, diez minutos y que el premio consistía en un par de pases.
La mano derecha oscilaba frenéticamente.
-¿Y qué te pasó? –le preguntó Camilo.
-Hoy gané demasiado.
Transcurrió el mes de enero y la mitad de febrero. Las quejas de los alumnos eran cada vez más frecuentes. No se explicaban cómo un curso de teoría literaria, sobre el teatro y la semiología del texto dramático, se transformó en un alucinado taller de lectura sobre Horacio Quiroga.
Camilo me llamó un día y me dijo que el asunto había llegado hasta el Consejo de Escuela.
-Parece que te van a abrir un expediente.
Ese fue el estímulo para entregar a tiempo las notas finales.
-No te quedes pegado –me dijo Camilo esa noche de cierre semestral. En la mesa estaba el whisky y el perico. En nuestras manos, los dardos.
La pared de su apartamento parecía carcomida por una plaga de zancudos teledirigidos. La señalé con el brazo extendido, sin creer lo que estaba escuchando. Camilo fue hasta el pequeño estudio donde estaba la computadora y volvió con un manuscrito.
-Es mi trabajo de ascenso –dijo, y señaló la pared con idéntico, tal vez más firme, gesto.-No te quedes pegado –repitió, antes de lanzar un dardo que fue a dar en uno de los infinitos blancos.
De tanto subrayar las páginas del libro éstas terminaron por rasgarse y poco a poco se convirtieron en jirones coloridos. El cuento parecía un arco iris marchito o una guitarra de payaso cuyas cuerdas se hubiesen reventado. Los párrafos intermedios, esos bocados perfectos entre dos párrafos circundantes, proliferaron arrojando cada uno su propio matiz, hasta darle al conjunto una tonalidad oscura con ribetes de extraños cristales.
Fue cuando me encontraba en el peor estado que sucedió algo completamente inverosímil: recibí una llamada de mi madre. Escuchar mi nombre en esa voz fue volver a nacer pero con cansancio. Entonces recordé que yo en algún momento fui como cualquier persona, con un origen y un sentido en la vida, que luego derroché o perdí sin darme cuenta con el paso de los años.
-Hijo, ¿me escuchas?
-Sí, vieja, te escucho.
Venía de visita. Quería pasar conmigo mi cumpleaños. En la pantalla digital de la base del teléfono vi la hora: era la una de la tarde del 6 de marzo. De nada sirvió que le dijera que la casa estaba vuelta un desastre.
-Cuarenta años y todavía sin casarte –dijo, resignada.
Sentí lástima por mí y también por ella. Era yo quien cumplía años al día siguiente, pero me propuse darle un regalo.
-Por poco tiempo. Mañana, cuando llegues, te presento a mi novia.
Sentí a mi madre brincar de alegría en el otro lado de la línea.
-¿Y cómo se llama?
-Ciara, mamá. Se llama Ciara. Nos vemos mañana al mediodía –dije y colgué.
No quise pensar en lo que acababa de suceder. Por ahora, lo importante era ordenar y limpiar la casa. Saqué una bolsita, puse un disco de Sentimiento muerto, aspiré y me dispuse con energía a mis labores domésticas. A las dos horas la casa estaba impecable y aún me quedaba el resto de la tarde para pensar.
Ciara.
El nombre era hermoso dos veces. Era un acorde que se volvía más hermoso con el eco. Puse el disco, una y otra vez, toda la tarde. Lo mismo hacía con Ciara, su nombre, pronunciándolo con más intriga que devoción. Lanzaba esa moneda de aire al aire, con insistencia, tratando de encontrar o falsear un resultado que pareciera unido a mi destino.
Todo había sido extraño y simple. Yo salí de clases y la vi sentada en uno de los banquitos del pasillo. A su lado estaba una muchacha, a quien reconocí como una ex alumna. A ella, a Ciara, jamás la había visto en la Escuela y tampoco conocía yo ese relato de Quiroga que ella le leía a su amiga. En el momento no supe si el impacto fue por el texto en sí o por la manera en que Ciara lo leía. Concentrada y risueña hacía parecer divertido lo tenebroso. Luego observé la estela de pecas que bordeaba sus mejillas, sus ojos y su nariz. Entonces me aproximé.
-¿Cómo se llama?
Ciara cerró el libro, miró con sorpresa a su amiga y luego contestó.
-Las rayas. Es de Quiroga.
-No. Me refiero a usted. ¿Cómo se llama?
-¡Ah! –soltó una pequeña risa. –Ciara.
-¿Por qué?
-¿Qué cosa?
-Que por qué usted se llama así.
Ciara no parecía entender nada. Yo tampoco entendía nada.
-Porque mi mamá se llama Alicia y mi papá Ramiro.
Yo guardé silencio.
-Aliciaramiro –repitió Ciara, subrayando el centro de los dos nombres con una línea imaginaria que trazaba su dedo.
-Comprendo –le dije al fin. Luego hice un gesto de saludo o de disculpa y me fui.
A eso se reducía mi historia con Ciara. Ella había tenido suerte. Casi siempre esos nombres compuestos producen conjugaciones de espanto que los hijos deben cargar después como una cruz ajena e impronunciable. Sin embargo, en lo que fue la última tarde de mi vida entendí el motivo de esas construcciones: los hijos son el único momento en que los padres pueden ponerse verdaderamente de acuerdo. Los hijos son palabras que surgen de otras palabras que hacen el amor y vencen a la muerte.
Pronuncié mi nombre y tuve una sensación de soledad absoluta. Mi nombre era como una de esas palabras del cuento de Quiroga que no llegué a subrayar. El cd giró hasta completar por enésima vez su ciclo, se detuvo y creció el silencio. Tomé la carátula que reposaba en la mesa y reparé por primera vez en el título de la antología. Sentimiento muerto. Fin del cuento: 1981-1993.
Fin del cuento. Quizás me quedaba una última jugada. Me decidí a probar suerte. Me bañé, me afeité, me puse perfume, me vestí con mis mejores ropas, agarré el cd y la bolsita y salí a la calle.
Mi ostracismo había sido tan férreo que la noche caraqueña se había vuelto un texto indescifrable. No sabía a cuáles lugares ir y me distraje manejando el carro por calles y avenidas, mientras identificaba en todas partes un mismo ritmo pendenciero. De día, las personas caminan en Caracas como si estuvieran escapando. De noche, parecen regresar para buscar venganza. Sin darme cuenta, llegué hasta el Centro Comercial San Ignacio, construido en los antiguos campos de fútbol de los jesuitas, y lo rodeé hasta caer en el Centro Comercial Mata de Coco, lugar emblemático del rock venezolano de los años ochenta.
En los espacios abiertos, al lado del estacionamiento, vi mesas, personas bebiendo y conversando, escuché música que emergía de una puerta negra veteada de luces rojas. En el equipo del carro sonaba “Fin del cuento”, el último track del disco. Eché una mirada para ver si quedaba algo del viejo teatro y se sobrepuso a la fachada del edificio, como una acuarela gigante, mi propia imagen de adolescente asistiendo a mi primer concierto de Sentimiento muerto. Estacioné el carro, esperé a que terminara la canción y me encaminé hacia el local.
Adentro sonaba salsa. Algunas parejas bailaban y otras conversaban. Yo me acodé en la barra y en dos horas fui diluyendo a punta de whisky cualquier expectativa. Entré en esa velocidad de crucero en la que el whisky te brinda la ilusión de contemplar la vida desde arriba. Sentí que ya podía desabrocharme el cinturón de seguridad. O, mejor dicho, sentí que debía avisarle a los otros que podían desabrocharse el cinturón de seguridad.
Me dispuse a circular más allá de la barra, con la sonrisa estúpida y distraída que tienen las aeromozas, cuando la vi llegar.
Apuré el trago y me refugié en el baño. Saqué la bolsita, la tarjeta de crédito y sin mayores coqueterías me empolvé la nariz.
Regresé a mi puesto en la barra y confirmé que era ella. Estaba con dos amigas, a sólo un par de metros de distancia y juro que vi sus pecas entre el humo de los cigarrillos.
Pedí otro whisky, lo bebí completo y me acerqué.
Le hablé con la desenvoltura de quien retoma una conversación interrumpida. Le dije que había estado todo este tiempo leyendo Las rayas y sin respiro perpetré una síntesis de las conjeturas que hasta el momento manejaba: el fantasma del escribano loco, Santo Tomás de Aquino, la mutación de las células humanas a consecuencia de la escritura, la relación entre el insomnio y los sinónimos. Borges, Cioran, Piñera, Ramos Sucre.
Ahora que lo pienso es sorprendente que no se mostrara asustada. Asentía con demasiada insistencia, como una enfermera habituada a tratar con psicóticos. Terminé mi perorata, ella asintió un par de veces más y nos quedamos en silencio. Las amigas habían dejado de murmurar y me miraban.
-Las rayas –le dije, poniendo mi cara de aeromoza –De Quiroga. ¿Recuerdas?
-Conozco el cuento. Lo que no entiendo es de dónde viene todo esto.
-En el pasillo de Letras. Hace unos meses. ¿No me recuerdas?
La oscuridad de sus ojos se volvió más densa mientras hacía memoria.
-No –dijo, finalmente.
-Tú leíste el cuento. Tú te llamas Ciara.
Ella se volvió hacia las amigas. Éstas se rieron y reanudaron los murmullos.
-Sí, me llamo Ciara. Pero no te recuerdo. Lo siento –dijo, y me dio la espalda dando por terminada la conversación.
Fue entonces, me parece, que comencé a sentirme como un fantasma y como un payaso.
Volví a mi refugio en la barra, pedí un servicio de whisky y me senté en uno de los altos asientos. Fui varias veces al baño, agoté el contenido de la bolsita, pero aún tenía aquella sensación de cuerdas rotas en el pecho. Y de una última por reventar.
Ciara se había marchado. No importa, me dije. La de hoy no podía ser la misma de la otra vez. Es sólo una coincidencia.
-Eso –dije. –Una maldita y peligrosa coincidencia.
Sentí que yo mismo me había susurrado esa frase al oído. El corazón se me aceleró y empecé a sudar. Tenía el tiempo contado. Confirmé esta impresión al ver algo que se movía muy cerca de mí: una especie de péndulo borroso, frenético, que aceleraba los segundos. De tanto ver el péndulo, éste se me acercó. Sentí la otra mano en mis hombros y escuché, con la expresión desencajada, a la voz que me saludó.
-Profesor, qué gusto encontrarlo por aquí.
Era Manito. Esa noche se veía tranquilo. Movía su cuerpo al ritmo de la salsa mientras hablaba. Su mano derecha, más que un péndulo, era una matraca. Enseguida percibió mi estado.
-Bájele dos, profe, mire que ya está como Robocop.
Entonces me ofreció un porro.
-Yo lo que quiero es amor –le dije.
Manito no se alteró. Él es un verdadero dealer: sabe que todos los sentimientos humanos son reacciones bioquímicas que pueden reproducirse.
Puso en mis manos dos pastillas blancas y me palmeó amistosamente la cara.
-Ande –dijo, con tono de ángel –Vaya a compartir y a amar.
-¿Cuánto te debo?
-Es un regalo.
Volví a la barra y me serví lo que quedaba en la botella. Busqué a Manito con la mirada pero no encontré a mi ángel de la guarda. Ciara se había marchado. No quedaba nada por compartir. Calibré el peso de las pastillas en mi mano. Sentí pena por mi madre. Sólo por ella esta vez. Con un largo trago de whisky, me las tomé.
El resto es bastante predecible. Escenas como esas han sido retratadas con acierto en numerosas películas: la cámara asume la perspectiva vertiginosa, tambaleante, del personaje. Los colores y las formas giran hasta fundirse en una mancha amenazadora y el personaje queda convertido en una cámara que registra imágenes que no comprende.
Afortunadamente, sí recuerdo el instante de mi muerte. Descendía por una calle cercana al bar, cuando comenzó a llover y me detuve en una esquina. La mezcla del agua y el primer sol me permitió reconocer cristales de colores desperdigados en el paisaje gris.
Entonces me sobrevino el infarto.
En la milésima de segundo en que se me partía el corazón como por la fuerza de un rayo hice el último esfuerzo. Alcancé a encomendarme, en el día de mis cuarenta años, a mi sagrado escribano.
Nacer es una estafa pues estamos condenados a hacerlo el día en que ha muerto un santo. El mío, el muy cobarde, como ya me lo había advertido Butler, no se presentó.
Los santos, esos mártires de la obsesión.
*******
Rodrigo Blanco Calderón es un escritor venezolano. Ganador del concurso de cuentos de El Nacional, y autor de dos extraordinarios volúmenes de relatos: Una larga fila de hombres (Monte Ávila, 2005) y Los invencibles (Mondadori, 2007).

martes, 3 de abril de 2007

Ryszard Kapuscinski

INTERNATIONAL NEWS: Polish writer who turned reportage into literature
By Stefan Wagstyl and Michael Holman, Financial Times
Published: Jan 25, 2007


Ryszard Kapuscinski, the celebrated Polish journalist who earned a worldwide reputation for his reports from Africa, Asia and Latin America, has died at the age of 74.

Polish and non-Polish journalists alike acknowledged that nobody captured the mood of the developing world, especially of post-colonial Africa, better than Kapuscinski, who died in Warsaw on Tuesday after a long illness.

Whether pricking the pretensions of the court of Ethiopia's emperor Haile Selassie, or turning the spectacle of the decaying Angolan city of Luanda into a metaphor for the continent, he brought a new dimension to journalism, combining shrewd observation with sympathetic insights. Together with fine writing, albeit sometimes idiosyncratic, these qualities "raised his reportage to the status of literature", as long-time admirer Michael Ignatieff put it. He was nominated many times for the Nobel literature prize, but the call from Stockholm never came.

His best-known works are The Emperor, the story of the fall of Ethiopia's Haile Selassie, told from inside the court and published in 1978, Shah of Shahs (1982), on the consequences of unchecked power in Iran, and Imperium (1993), an account of the collapse of the Soviet Union.

Kapuscinski was born in 1932 in the eastern Polish town of Pinsk, where, as he said, his direct experiences of poverty helped him to understand the poor of the developing world. During the second world war, he fled with his family to a village near Warsaw. When he was later asked about his fears about reporting wars, he said that his memories of 1939-45 never left him.

After graduating in history at Warsaw University, his writing talents were quickly spotted and he became a foreign correspondent of the Polish news agency. It was the start of a lifelong fascination with foreign parts, which over the next four decades would take him to Asia, Africa and South America, befriending Che Guevara in Bolivia, Salvador Allende in Chile and Patrice Lumumba in Congo.

He relished this freedom in the cold war, when a passport in an Iron Curtain state was a rare privilege. From the start he scorned journalistic conventions, shunned the hack pack and travelled alone - making it difficult to check the accuracy of his many accounts of narrow escapes from death. But no one doubted the essential courage of the man - described by an interviewer as "at once very shy and very charismatic … small, quiet, peculiarly charming".

He generally refrained from writing about Poland, saying he did not know enough about it. But twice his domestic reports made headlines. In 1955, he described the filthy conditions in the newly built steel town of Nowa Huta, in an article which even the Communist authorities (at the time of the post-Stalinist thaw) praised for its realism. In 1980, he reported on the anti-Communist Solidarity movement in six-page piece that captured the spirit of the time with the headline "Revolution in the name of dignity".

Kapuscinski continued to write and travel into old age, although he said he no longer visited "the really wicked places". His last book on Africa, The Shadow of the Sun: My African Life, showed he had lost none of his powers. It opens with an account of his arrival on the continent, when he is immediately struck by the "the smell of the tropics … We instantly recognise its weight, its sticky materiality. The smell makes us at once aware that we are at that point on earth where an exuberant and indefatigable nature labours, incessantly reproducing itself, spreading and blooming, even as it sickens, disintegrates, festers and decays".

For many critics, the book is Kapuscinski at his best - and at his most suspect; rich in brilliant observations, full of embellished but revealing truths and often painfully patronising in his treatment of the continent and its people. However, as the British-Indian writer Salman Rushdie, observes: "If you want just the facts, you go elsewhere … One goes to Kapuscinski to penetrate to something deeper and stronger."

Kapuscinski is survived by his widow, Alicja, who worked as his secretary.

http://search.ft.com/ftArticle?queryText=literature&y=3&aje=true&x=9&id=070125000894

Traducción Altavista


NOTICIAS INTERNACIONALES: El escritor polaco que dio vuelta a reportage en la literatura de Stefan Wagstyl y de Michael Holman, las épocas financieras publicó: De enero el 25 de 2007

Ryszard Kapuscinski, el periodista polaco celebrado que ganó una reputación mundial para sus informes de África, de Asia y de América latina, ha muerto en la edad de 74.

Polaco y no-Polaco a periodistas reconocidos igualmente que nadie capturó el humor del mundo que se convertía, especialmente de África post-colonial, mejoran a Kapuscinski, que murió en Varsovia el martes después de una enfermedad larga.

Si pinchaba los pretensions de la corte del emperador Haile Selassie de Etiopía, o da vuelta al espectáculo de la ciudad angolana que se decaía de Luanda en una metáfora para el continente, él trajo una nueva dimensión al periodismo, combinando la observación shrewd con penetraciones comprensivas. Junto con la escritura fina, no obstante a veces idiosincrásico, estas calidades "levantaron su reportage al estado de la literatura", pues el admirador de largo plazo Michael Ignatieff lo puso. Lo nominaron muchas veces para el premio de la literatura Nobel, pero la llamada de Estocolmo nunca vino.

Sus trabajos más conocidos son el emperador, la historia de la caída de Haile Selassie de Etiopía, dicha por dentro de la corte y publicada en 1978, Shah de Shahs (1982), en las consecuencias de la energía desenfrenada en Irán, e Imperium (1993), una cuenta del derrumbamiento de la Union Sovietica.

Kapuscinski eran llevado en 1932 en del este polaco ciudad de Pinsk, donde, como él dijo, sus experiencias directas de la pobreza le ayudaron a entender a los pobres del mundo que se convertía. Durante la segunda guerra mundial, él huyó con su familia a una aldea cerca de Varsovia. Cuando más adelante le preguntaron acerca de sus miedos sobre la divulgación de guerras, él dijo que sus memorias de 1939-45 nunca lo dejo.

Después de graduar en historia en la universidad de Varsovia, sus talentos de la escritura fueron destacadosdos rápidamente y él hizo corresponsal extranjero de la agencia de noticias polaca. Era el comienzo de una fascinación de por vida con las piezas extranjeras, que durante las cuatro décadas próximas lo llevarían a Asia, a África y a Suramérica, destacando Che Guevara en Bolivia, el Salvador Allende en Chile y Patrice Lumumba en Congo.

Él realizó esta libertad en la guerra fría, cuando un pasaporte en un estado de la cortina del hierro era un privilegio raro. Del comienzo él despreció a convenciones periodísticas, evitó el paquete del corte y viajó solamente - haciéndolo difícil de comprobar la exactitud de sus muchas cuentas de escapes estrechos de la muerte. Pero nadie dudaron el valor esencial del hombre - descrito por un entrevistador como "inmediatamente âÂ?¦ muy tímido y muy carismático, pequeño, reservado, peculiar ser encantando".

Él se refrenó generalmente de escribir sobre Polonia, decia él no sabía bastante sobre ella. Pero sus informes domésticos hicieron dos veces títulos. En 1955, él describió las condiciones asquerosas en la ciudad de acero nuevamente construida de Nowa Huta, en un artículo que incluso las autoridades comunistas (a la hora del deshielo de post-Stalinist) la elogiaron por su realismo. En el año 80, él divulgó sobre el movimiento contra-Comunista de la solidaridad en el pedazo de la seis-página que capturó el alcohol del tiempo con el título "revolución en el nombre de la dignidad".

Kapuscinski continuó escribiendo y viajando en avanzada edad, aunque él dijo que él visitó no más de largo "los lugares realmente traviesos". Su libro pasado en África, La Sombra Del Sol: Mi vida africana, demostrada él no había perdido ningunas de sus energías. Se abre con una cuenta de su llegada en el continente, "Cuando el olor de las zonas tropicales âÂ?¦ que se reconoce inmediatamente su peso, su materialidad pegajosa lo pulsa inmediatamente . El olor nos hace inmediatamente enterados que somos en ese punto en la tierra donde una naturaleza exuberante e indefatigable trabaja, incesantemente reproduciéndose, separándose y floreciendo, incluso mientras que se pone enfermo, nos desintegramos, festers y nos decaemos ".

Para muchos críticos, el libro es Kapuscinski en su mejor - y en su la mayoría del sospechoso; ricos en las observaciones brillantes, llenas de verdades embellecidas pero que revelan a menudo el doloroso patronaje en su tratamiento del continente y de su gente. Sin embargo, como el escritor Britanico-Indio Salman Rushdie, observa: "si usted desea apenas los hechos, usted va a otra parte âÂ?¦ uno va a Kapuscinski a penetrar algo más profundo y más fuerte."

Kapuscinski es sobrevivido por su viuda, Alicja, que trabajó como su secretaria.

domingo, 11 de marzo de 2007

Top Literatos exigen libros con papel reciclado

CULTURA : LA INDUSTRIA EDITORIAL Y EL DAÑO AL MEDIO AMBIENTE

Los top de la literatura mundial exigen libros con papel reciclado


J.K.Rowling, José Saramago y Günther Grass encabezan este movimiento. Piden que sus libros se hagan con papel de residuos post consumo. Polémica por los costos.
J.K.ROWLING. CON LA EDICION CANADIENSE DE SU ULTIMO "HARRY POTTER" SE SALVARON 39.320 ARBOLES.


María Luján Picabea
mlpicabea@clarin.com


La edición canadiense de Harry Potter y la orden del Fénix, con una tirada de casi un millón de copias, fue la primera en el mundo en utilizar papel reciclado con un cien por ciento de contenido de residuos post-consumo. Dicha edición permitió, según un informe elaborado por Greenpeace, que no se derribaran 39.320 árboles y el ahorro de 63.435.801 litros de agua y la electricidad consumida por un hogar durante 262 años. J.K. Rowling, creadora de la exitosa saga del niño mago, así como otros tantos prestigiosos escritores entre los que se cuenta al Premio Nobel de Literatura José Saramago, Isabel Allende, Günter Grass, Margaret Atwood, Philip Pullman, Manuel Rivas y Rosa Regás se han puesto a la cabeza de la campaña Libros Amigos de los Bosques para eliminar el uso editorial de papel procedente de la destrucción de bosques primarios.

Las estimaciones de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) afirman que entre 1995 y 2020 la producción mundial de los sectores de pasta, papel y editorial habrá aumentado en un 77 por ciento. Frente a ello, los escritores han comenzado por exigirles a sus editores que impriman en un papel que no haya sido obtenido de modo ambientalmente incorrecto o destructivo.

El compromiso de los autores, que se han sumado a la campaña de Greenpeace, está orientado a lograr que el papel utilizado para las ediciones de sus libros provenga de fuentes respetuosas del ambiente y los criterios sociales. Para garantizarlo debe utilizarse papel reciclado, obtenido con residuos post-consumo o papel certificado por el Consejo de Administración Forestal (FSC por sus siglas en inglés) que estipula estándares de certificación para asegurar que toda la cadena de valor sea manejada de modo sustentable. En términos generales esto implica que para la producción del papel no se haya entrado en conflicto con comunidades aborígenes, ni se hayan tenido problemas gremiales; que el manejo forestal sea el adecuado, y que el proceso de blanqueamiento esté libre de cloro.

Random House Modadori, es actualmente uno de los sellos comprometidos con este emprendimiento que lidera la campaña en España. Y El Bosque de los Pigmeos de Isabel Allende fue su primer lanzamiento. La autora, activa militante de la campaña, ha señalado: "Me uno con los demás escritores para rogarle a la industria editorial que no sea cómplice en la destrucción de bosques primarios y que utilice criterios medioambientalistas cuando compran papel".

Actualmente unos doscientos cincuenta autores han adherido al programa Libros Amigos de los Bosques, además de los ya mencionados, continúan en la lista Charlotte Bingham, Ben Elton, Anne Fine, Barbara Kingsolver, Andrea de Carlo, Alice Walker, Niccolo Amanniti, Javier Moro, Alvaro Pombo, Javier Cercas y Joaquín Araujo, por nombrar sólo algunos.

En la Argentina, según ha informado Greenpeace, no hay aún ninguna edición de estas características. Los verdes trabajan activamente para que esto cambie. La próxima batalla será sobre la publicación en español de Harry Potter and the Deathly Hallows, programada para 2008. Ya en las últimas dos entregas de la saga, la editorial Salamandra aseguró haber impreso sobre papel ecológico aunque sin la certificación FSC, cosa que se espera que suceda para la próxima edición.
http://www.clarin.com/diario/2007/03/01/sociedad/s-04101.htm

La Literatura tiene algo de lotería:... (Fernado Savater)

TENDENCIAS

La literatura tiene algo de lotería: el billete premiado es best seller

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Fernando Savater.
FILOSOFO ESPAÑOL


En esa interminable sucesión de chismes, chascarrillos, cursiladas y alguna genialidad que es el Borges que aparece en los diarios de Adolfo Bioy Casares, el gran hombre le dice cierto 9 de julio a su paciente cronista: "Una cosa le falta a ese libro (Seis problemas para don Isidro Parodi) para que pueda ser considerado muy bueno: le falta el éxito. Yo no sé si sin éxito una obra puede ser muy buena".

El comentario bien podía ser irónico o paródico, como don Isidro, porque con Borges nunca se sabe. Pero no deja de plantear una cuestión interesante. En efecto, el más inequívoco criterio que todos aplicamos para determinar que una obra literaria es realmente buena, grandiosa, clásica es el éxito. La Odisea, la Divina Comedia, los Ensayos de Montaigne, Hamlet, el Quijote, Crimen y castigo o Cien años de soledad son indiscutiblemente logros literarios excelentes porque han tenido un éxito innegable a través de las generaciones.

Da igual que a cada uno de nosotros esas obras nos parezcan apasionantes o insoportablemente aburridas: ya están más allá de nuestro alcance crítico. Tolstoi se empeñó en demostrar que Rey Lear era un melodrama malísimo, pero nadie le hizo demasiado caso: ¡cosas de Tolstoi! Tenía razón Chesterton cuando definía a un autor clásico como "un rey del que se puede desertar, pero al que ya no se puede destronar". Es el peso del éxito.

No griten más, ya oigo sus protestas: ¡Shakespeare o Cervantes tuvieron —y tienen— éxito porque son parangones de excelencia, no se les tiene por excelentes a causa de su éxito! ¡Usted invierte los factores para adulterar el producto! De acuerdo, admito que sea así en una serie de casos pero, ¿podemos asegurarlo de todos? ¿No puede en ocasiones resultar la grandeza algo como el eco del éxito (los críticos y "entendidos" apoyándose unos a otros a través de los años), hasta el punto de que ya nadie se atreva a gritar que el rey va desnudo, o sea, escuchado en caso de gritar contra corriente?

¿Es absolutamente descartable la posibilidad de que existan novelas, poemas o dramas superiores a los más celebrados pero que parecen inferiores precisamente por no haber sido tan celebrados? ¿Cómo medir objetivamente el mérito de una obra literaria salvo por su capacidad comprobada de convencer duraderamente a la mayoría de los lectores o a los creadores de opinión literaria? Y esa mayoría, populista o selecta, ¿puede equivocarse alguna vez? Quizá la ironía borgeana antes mencionada apuntaba también en esta dirección llena de dudas…

Y así llegamos al enigma de los best sellers cuya aborrecida abundancia hace gemir las estanterías de las librerías de aeropuerto. No me refiero a los falsos best-sellers, es decir a la caterva que imita a los auténticos y trata de agotar el filón descubierto por ellos. A priori, nadie hubiera dicho que una extensa novela escrita por un erudito semiólogo, ambientada en las herejías del siglo XIII y con abundantes párrafos en latín pudiera seducir a las multitudes: después del triunfo de El nombre de la rosa, los detectives medievales y por extensión romanos, griegos, egipcios y asirios nos han atribulado sin cesar en busca del mimético tesoro. ¡Y qué decir de los dragones, brujos y elfos que corretean hasta la náusea tras la estela victoriosa de El señor de los anillos! No, rechacemos las imitaciones. ¿Qué hay de los verdaderos best sellers, los que inauguran con su éxito estas series? ¿Son buenos o malos, excelentes o detestables? Muchos logran el sufragio multitudinario de los lectores de manera imprevista, la operación de marketing es posterior. ¿Qué pensar de ellos? Si nos parecen mediocres, ¿vale más nuestro juicio personal que el de millones de entusiastas?

A mí, El código Da Vinci me parece deleznable. Pero, ¿y si un viajero del tiempo me dijese que dentro de doscientos años seguirá siendo considerado una obra maestra, como hoy creen tantos? ¿Me quedará otro remedio que acatarlo? Stendhal dijo que la literatura tiene algo de lotería: hay billetes premiados y otros no. ¿Entonces? No sé, por si las moscas yo vuelvo a Dickens. Y me consuelo pensando que lo importante es que no decaiga nunca, justificado o gratuito, el placer misterioso de leer.

Copyright Clarín y Fernando Savater, 2007.

http://www.clarin.com/suplementos/zona/2007/02/25/z-03501.htm

lunes, 5 de marzo de 2007

Gabo y Marzo

El Buenos Aires al que jamás regresó

La ciudad fue testigo de cómo Cien años de soledad se transformó de manuscrito en un fenómeno que impactó en todo el orbe


José Vales
El Universal
Lunes 05 de marzo de 2007

B UENOS AIRES.- A Gloria Rodrigué se le enciende el rostro cuando habla de García Márquez. Ese nombre no sólo le dice todo como la lectora voraz y atenta que es, sino que hasta puede pertenecer a su familia.
El apellido García Márquez comenzó a dar vueltas en las sobremesas familiares a comienzos de 1966, acercado por su abuelo, Pedro López Llausas, hasta convertirse en una especie de amuleto de lo que fue la editorial familiar, Sudamericana. Allí llegó un día de aquel año, "cargado de magia", según lo recuerda ella ahora, el manuscrito de Cien años de soledad para ir de cabeza a la imprenta y desde entonces no dejar de reeditarse.

En la entrevista comenta por centésima vez la historia de este lado. Una especie de contracara de la misma moneda que el propio Gabo acuñó en un artículo que publicó en el año 2001, donde explica la mágica aparición de los Buendía, un 5 de junio de 1967 y en Buenos Aires. En ese texto narra las peripecias para enviar el original, desde el otro extremo de América, en México, donde concibió su mítica novela, escrita en más de un año y trabajando seis horas diarias. Contando las monedas, junto a su esposa Mercedes Barcha, envió por correo la segunda parte primero. Para armar una vez más el rompecabezas Rodrigué, hasta hace tres años directora editorial de Sudamericana y hoy al frente de la sucursal argentina de Edhasa, muestra una carta resguardada del maltrato del tiempo en un cuadro, firmada de puño y letra por Gabriel García Márquez, en la que el autor le responde a Francisco Porrúa, por entonces editor de la editorial ubicada en el muy porteño barrio de San Telmo. Está fechada el 30 de octubre de 1965 y en ella adelanta que "es muy larga y compleja. Es una novela en la cual tengo depositadas mis mejores ilusiones". No se ilusionó en vano. Esa novela, Cien años de soledad, iba a convertirse en su mejor compañera de un largo viaje que comenzó justamente aquí, en Buenos Aires.


"Porrúa había leído algunas novelas de Gabo editadas en otros lados. Lo había hecho a través de algún amigo, creo que de Tomás Eloy Martínez (por entonces director del semanario Primera Plana) y le escribió a Gabo diciéndole que le gustaría publicar algo suyo", recuerda Gloria, cuatro décadas después.

A vuelta de correo, Gabo le explica -en esa carta conservada como uno de los tesoros privados de Sudamericana- que La hojarasca estaba en poder de la editorial de la Universidad Veracruzana y ya le recomendaba que consultara a Carmen Balcels, por saber los contratos editoriales de otros trabajos, y le ofrece Cien años cuando aún estaba inconclusa. Un telegrama de don Paco aceptando contemplar la oferta, la llegada de "algunas cuartillas primero", la respuesta con el contrato que regresó firmado y con la segunda mitad del libro, y unas semanas más tarde el paquete con la primera mitad, y un cheque de 500 dólares que bien sirvió para comenzar a saldar deudas familiares.

"Cuando un escritor viene y me pide un adelanto de dinero bastante importante yo siempre les digo que a Gabo, por Cien años le dimos 500 dólares de aquella época, que tampoco era nada, y fue el mayor éxito de la editorial. Para mí es mufa, trae mala suerte pagar mucho de adelanto, y a las pruebas me remito."

Gloria, asegura hoy que ese libro posee "algo mágico".

http://www.eluniversal.com.mx/cultura/51745.html

domingo, 4 de marzo de 2007

Cambiar El Mundo Con Una Enciclopedia

Cambiar el mundo con una enciclopedia
Andrés J. Reina relata en una novela una historia de intriga y espionaje en el Madrid sitiado de la Guerra Civil

SERGIO MELLADO - Málaga - 04/03/2007



Un Madrid imaginado, devastado por la guerra, donde la vida transcurre de forma frenética, poblado de personajes misteriosos y en el que bulle una creatividad artística que sirve a sus habitantes de vía de escape a los horrores y miserias cotidianos. Éste es el escenario donde transcurre Matar a un leopardo (Fundación José Manuel Lara) la segunda novela del escritor Andrés J. Reina, un malagueño de Tánger que a sus 34 años compagina su oficio de abogado con una de sus pasiones: contar historias que conjuguen la calidad con el entretenimiento. Esta meta le valió para alzarse como finalista del Premio de Novela Fernando Lara en 2003 con su primera obra, Yoshiwara.

"A mí me trae al fresco el realismo. No soy respetuoso con el realismo"
A ese Madrid en guerra llega de provincias Antonio Gauna, un joven aspirante a actor de 22 años que se ve envuelto en una conjura de espionaje internacional, situación que acabará con su inocencia y le llevará a mentir, matar y asesinar por defender de nazis y norteamericanos una enciclopedia ideada por un magnate de la comunicación algo megalómano y escrita por un grupo de sabios con la esperanza de que ésta cambiará el rumbo del mundo. Un Madrid inventado escogido como escenario que el autor asegura que eligió por exigencias de la propia historia.

"No tenía ningún deseo especial de localizar la historia en la Guerra Civil. Lo que sí necesitaba era un espacio temporal donde pudiera ocurrir de todo. Y el Madrid de los años treinta me parecía idóneo porque la Guerra Civil es lo más parecido a un western, que me parece el género narrativo perfecto, porque da mucho juego: hay un bueno, un malo, una chica, acción... Y la Guerra Civil me brindaba todo eso. Es un periodo donde las convenciones sociales están vueltas del revés, en el que puede pasar de todo y en el que se mueven todo tipo de personajes peculiares, extravagantes", apunta Reina sobre la elección del Madrid en guerra para contextualizar la historia de su novela.

"A mí me trae al fresco el realismo. No soy nada respetuoso con el realismo. La imaginación es el principal recurso de los escritores. No cuento apenas nada de la guerra, a lo mejor en algún capítulo unos breves apuntes históricos, pero ésta es una novela de interiores, de personajes", añade para explicar que Matar a un leopardo no sigue la estela de otras novelas recientes que sí ahondan en revivir episodios de la Guerra Civil. Reina recurre de nuevo en esta novela al mundo del teatro, del espectáculo, en el que trata de hacerse un hueco su protagonista.

"Sí, es una novela muy teatral en cuanto a su estructura. Es una novela muy dialogada y en forma de escenas", indica el autor, muy ligado a este mundo ya que compagina su oficio de abogado además de con la literatura con su faceta de director teatral y guionista de cine, otra de sus pasiones y que ejerce cierta influencia en su obra, donde retrata a personajes "excéntricos, misteriosos y ambiguos que se mueven en una ciudad exhausta", como los que aparecen en El tercer hombre, de Graham Greene.

"La novela está focalizada en tres o cuatro personajes principales. El protagonista, Antonio Gauna, quiere llegar a ser un gran actor, pero se ve inmerso en una trama que trastoca sus planes. La novela está relatada desde su punto de vista, pero hay otros personajes que rivalizan en protagonismo, como puede ser Max Gatty, un magnate de la comunicación que dirige el último periódico independiente y que tiene un plan definido para resolver los problemas del mundo", concluye Reina.

http://www.elpais.com/articulo/andalucia/Cambiar/mundo/enciclopedia/elpepuespand/20070304elpand_11/Tes